Quien contamina, paga: ¿Avance legislativo?

Eduardo Usunoff (*), José González Castelain (*) y Marisa Miranda (#)

(*) Instituto de Hidrología de Llanuras (UNCPBA, CIC, MA)

(#) Instituto Tecnológico de Chascomús (CONICET)

ABSTRACT

Aside from higly developed countries, it was not until few years back that some efforts were devoted to meet the goals of economical growth and natural resources quality preservation.

Because of that, their rules or laws do not address what today emerges as demands by the society: a rather high living standard and the enjoyment of a non-polluted environment. Such rules deem proper to apply economical fines to those who pollute the environment. Thus, a situation is set up so that contamination is virtually allowed as long as the national treasure gets its share.

That is known as the “pollutant-payer” principle (PPP).

This paper seeks the juridical validity of such principle, and finds it unfear, ethically questionable, and weak as a law-making thought. It is seen, at the most, as a complement of an action aimed at the restoration of the damaged system to its original status.

Given such a lack of juridical support, the second part of this paper explores the limiting factors and characteristics of water resources (surface and groundwater) which may have incidence in looking for an updated set of rules or laws to address the above mentioned demands of the societies in the verge of the XX century.

RESUMEN

Salvo en países de avanzada, hasta no hace muchos años pocos esfuerzos se volcaban a la compatibilización del crecimiento económico con la conservación de la calidad de los recursos naturales. Por la misma razón, las legislaciones o normas no reflejan adecuadamente lo que hoy se presentan como demandas de la sociedad: el alcance de un buen pasar económico y el disfrute de un medio ambiente no contaminado. Las legislaciones aludidas, cuando lo hacen, juzgan que es procedente aplicar sanciones económicas a aquellos que degradan el medio. Se establece, de hecho, una situación que permite contaminar en tanto se aporte al estado. Se lo conoce como el principio del contaminador-pagador (PCP).

Este trabajo analiza la validez jurídica de ese precepto, y lo encuentra inequitativo, falto de ética, y por ende endeble en cuanto a derecho. Se lo concibe, en todo caso, como un complemento a la restitución de lo dañado o alterado a su situación original.

Aceptando dicha falta de sustento jurídico, la segunda parte del trabajo explora los condicionantes y características de las aguas superficiales y subterráneas que podrían incidir llegado el momento de buscar una salida jurídica más acorde con los tiempos y las arriba aludidas demandas de las sociedades de fin del siglo XX.

INTRODUCCIÓN

Si bien la situación utópica es la de comunidades económicamente florecientes conviviendo en armonía con sus recursos naturales, la realidad mundial dista bastante de tal escenario. Las crónicas periodísticas y la tendencia temática de las publicaciones especializadas demuestran claramente que la degradación (de una u otra forma) de los recursos naturales es una constante, agravada en países subdesarrollados o con economías emergentes.

Son pocas las normas jurídicas que desatienden este problema, pues la globalización económica ha llevado a los distintos países a incorporar la noción de desarrollo sustentable, aunque en muchos casos sólo a título enunciativo. Es particular el caso de cómo se trata al infractor, entendido por tal a aquel cuya actividad produce un deterioro del recurso de magnitud variable y parcial o totalmente reparable. La opción que normalmente se encuentra es el establecimiento de un resarcimiento pecuniario. Este trabajo cuestiona la validez de ese principio (“contaminador-pagador”), y lo hace partiendo de su legitimidad desde el punto de vista jurídico.

Se ha intentado hacer un enlace de aspectos legales y técnicos que, aunque tibiamente multidisciplinario, representa un avance sobre las visiones centradas en enfoques puramente disciplinarios. Por el carácter diferencial en cuanto a su dinámica y características, se ha hecho necesario tratar por separado a las aguas superficiales y a sus homólogas subterráneas. Esto no restringe las conclusiones al campo de los recursos hídricos, y se las cree extrapolables a otros ámbitos de discusión de la conservación de la calidad de los recursos naturales.

EL PRINCIPIO “CONTAMINADOR-PAGADOR” (PCP) EN EL DERECHO ARGENTINO

Un análisis muy apropiado de este aspecto se encuentra en Miranda (1994, 1997), y lo aquí presentado resume la caracterización lograda en ese trabajo. Este principio, que se origina a partir del análisis económico del derecho, ha sido aplicado en los países de avanzada desde al menos 30 años atrás. Dicho principio sostiene, resumidamente, que quien causa un determinado deterioro debe hacerse cargo de los gastos requeridos para su corrección. Según Cano (1978) es posible inferir que el que resulte responsable distribuirá este costo adicional de producción entre los que compran sus productos o son usuarios de sus servicios. Esto supone una “socialización” de los incrementos de los costos de producción, que no es fácilmente justificable. La genuina equidad se lograría si no se ven afectados (económicamente) los que no producen el deterioro o no se benefician con dicha situación.

El PCP tiene como soportes la Teoría de la Compensación (paga quien hace necesaria una intervención gubernamental correctora en la medida del costo de la misma) y la Teoría del Valor (paga quien se beneficia por contaminar en la medida de las utilidades así obtenidas). Así expuesto, el PCP parte de un par de hipótesis de dudosa o nula legitimidad: los recursos naturales son inagotables, y sus componentes son compartimentos exentos de interrelaciones. Miranda (1994, 1997), en vista de ello, propone estudiar el contenido ético del PCP, un precepto que esencialmente otorga el derecho de contaminar a cambio de un resarcimiento pecuniario.

El Código Civil Argentino (CCA), en su artículo 1083, establece como prioritaria la reparación in natura, es decir la reposición de la situación a su estado anterior (incontaminado).

Sólo cuando ello no es posible, se enuncia el resarcimiento pecuniario. Por otra parte, el artículo 2618 del CCA otorga al juez amplias facultades para ordenar la indemnización del daño o la cesación de las molestias. Esta disyuntiva lleva generalmente a los magistrados a preferir la primera opción por temor a perjudicar las actividades productivas. En realidad, la correcta lectura del artículo 1083 no plantea disyuntiva posible; se trata de un camino decisorio único condicionado exclusivamente por la imposibilidad técnica de lograr la limpieza del sitio contaminado.

La imposición de multas a los ofensores no parece garantizar la conservación del medio ambiente o su saneamiento en caso de hallarse polucionado. Tal multa o sanción pecuniaria es un elemento que ingresa en la relación costo/beneficio del contaminador, y que decide desde su simple absorción por parte de la empresa al cese de actividades con despido del personal. El PCP es, por ende, moralmente inaceptable. Así lo reafirma De Arenaza (1983), proponiendo su rechazo, en tanto que significa legislar la noción de “dañe y pague”.

Resulta interesante reproducir una parte del artículo 2618 del CCA: “Las molestias que ocasionen el humo, calor, olores, luminosidad, ruidos, vibraciones o daños similares por el ejercicio de actividades en inmuebles vecinos, no deben exceder la normal tolerancia teniendo en cuenta las condiciones del lugar y aunque mediare autorización administrativa para aquellas”. Esta frase abre la posibilidad de discutir la legitimidad de dos conceptos inherentemente incluidos: la afectación se produce sobre fincas linderas, y es posible definir lo que se denomina normal tolerancia.

Es cierto que al momento de sanción del CCA los problemas ambientales se suponían una cuestión de vecindad, y en tal sentido ingresaron como restricciones y limitaciones al dominio.

Pero la concepción ha evolucionado al igual que la extensión e intensidad de los problemas ambientales. Las patologías derivadas de las contaminaciones han abandonado el marco de los conflictos privados y requieren de un tratamiento tutelar por parte de los integrantes de la comunidad toda. Oneto (1979) indica que la protección del ambiente es un interés no diferenciado y difuso, del que participa un grupo no suficientemente individualizado de personas en un cierto espacio físico tampoco claramente delimitado. Así interpretado, resulta claro que lo expresado en el artículo 2618 del CCA es restrictivo e inadecuado. La solución sería el acceso a la justicia a los titulares de intereses difusos. Coincidentemente, la Constitución Nacional vigente a partir de la reforma de 1994 en su artículo 43 consagra el amparo ambiental dentro de la tutela de los derechos de incidencia colectiva.

La discrecionalidad judicial del artículo 2618 del CCA se manifiesta en la posibilidad del juzgador de establecer cuál es el límite de la “normal tolerancia”. Tal límite establece la diferencia entre una actividad lícita y una ilícita, y en este último caso permite al juzgador optar entre la indemnización de los daños o la cesación de la actividad perjudicial. Se entiende que existe una actitud ilícita cuando se emiten libremente sustancias tóxicas que el medio no es capaz de neutralizar. Esa capacidad de neutralización, por ende, se interpreta como el de “normal tolerancia” (es decir se usa el medio; no se abusa de él). El límite puede técnicamente ser establecido, y por ello no existirían bases del posible libre albedrío otorgado al juzgador.

La mayor parte de la doctrina entiende que la indemnización en dinero no debe concebirse como una sanción autónoma, sino complementaria a la cesación de las molestias. Es que la indemnización con finalidad disuasoria de la actividad dañosa ha probado en la mayoría de los casos su inefectividad: el responsable normalmente opta por calcular costos y elegir la alternativa de menor erogación, que casi invariablemente se reduce a pagar la indemnización y seguir contaminando. Esa indemnización, por otra parte, muy raramente se atiene al número de víctimas (el interés difuso antes mencionado) y a los efectos futuros de la actividad contaminante actual.

Por ende, la indemnización por sí no es equitativa si no conlleva un cese de las molestias.

No existen elementos en la legislación argentina que decididamente propugnen que las actividades productivas y conservativas deban considerarse antinómicas. El desarrollo armónico de los conceptos de bienestar económico y medio ambiente saludable deben interpretarse como complementarios e insustituibles en una sociedad coherentemente organizada.

ASPECTOS TÉCNICOS VINCULADOS CON EL PRINCIPIO “CONTAMINADOR-PAGADOR”

De aceptarse la improcedencia ética del PCP, la carga del análisis se desplaza hacia los aspectos técnicos, particularmente sobre la forma en que los mismos deben expresarse en los propios cuerpos enunciativos de la ley y en sus reglamentos.

En esencia, puede suponerse que virtualmente no existen elementos de la Hidrología cuantitativa y cualitativa que puedan desecharse, aunque lo expuesto en la primera parte de este trabajo enfatiza la necesidad de ciertas labores técnicas. En efecto, en su mínima expresión se trata de: (a) alentar a que nunca se inicien prácticas potencialmente lesivas a los recursos; (b) sancionar al causante de una contaminación; y (c) no permitir que continúe su práctica contaminante a la par de hallar remedio al mal causado. Por ello, los grandes títulos que técnicamente gobiernan esos objetivos son la definición del grado de afectación de áreas contaminadas, su decontaminación, y las formas de vigilancia de la calidad de los recursos. Debe reconocerse que la dinámica diferencial (velocidad del flujo, tiempo de renovación) y el grado diferencial de reconocimiento jurídico de las aguas superficiales con respecto a las subterráneas hace que las acciones a emprender tengan distinto alcance.

Aguas subterráneas

La eventual sanción del responsable de una contaminación presupone que, técnicamente, puede delimitarse la extensión y gravedad del hecho. Es apropiado indicar que, en este sentido, las contaminaciones de origen inorgánico son más fácilmente tratables y en la mayoría de los casos menos nocivas que aquellas que involucran compuestos orgánicos. Y con respecto a tales especies orgánicas y sus metabolitos, no existe a nivel mundial un desarrollo homogéneo de técnicas analíticas de detección. Más aún, ciertas características o parámetros que definen la capacidad de retención de las especies por los sedimentos son dependientes de la escala de trabajo, donde la mayor diferencia se establece entre experiencias de laboratorio y ensayos de trazadores a campo (Cohen, 1996). Es también sabido que las técnicas de muestreo alteran los resultados finales. Por todo ello, es necesario que el sector científico defina claramente:

1) Protocolo de toma de muestras.

2) Protocolo de transporte de muestras.

3) Protocolo de análisis de muestras.

4) Control de calidad de los datos obtenidos.

Una herramienta apropiada para el manejo de los datos de un área contaminada podría ser la modelación del sistema que, aunque deseable, no es siempre exigible por las incertidumbres del método (Usunoff, 1998). Además, supone un conocimiento importante de las condiciones hidrogeológicas de la zona, que en la mayoría de los casos es más una expresión de deseos que una realidad. En un orden más bajo de grado resolutivo pueden emplearse soluciones analíticas o semianalíticas (ver, por ejemplo, Javandel et al., 1984), aunque invariablemente supone el adoptar hipótesis no estrechamente vinculadas con la realidad (sorción lineal y reversible, términos de fuente/sumidero de orden cero o a lo sumo uno, etc.). Se concluye, entonces, que el conocimiento técnico no está lo suficientemente depurado como para entregar respuestas concluyentes que permitan delimitar claramente la responsabilidad del infractor (causante de la contaminación). Esta falencia técnica debiera reflejarse en actitudes flexibles a la hora de adoptar medidas punitivas.

Amparados en la noción que la imposición de sanciones debe ser complementaria al cese de las afectaciones, surge inmediatamente las cuestiones relativas a la restitución de lo contaminado a su estado original. Es lo que más arriba ha sido denominado decontaminación, que no es una tarea sencilla o siempre factible. Aquí debe aclararse que muchas normativas suponen que las acciones son la imposición de una multa y la obligatoriedad del cese de las actividades contaminantes, aunque un paso adelante sería la imposición al causante del deber de recuperar a su estado natural los recursos afectados. Es evidente que este eventual avance corrige de manera casi óptima la desviación causada por la contaminación, y aparece como una acción justa y requerible. Los aspectos técnicos de la decontaminación han sido ampliamente estudiados y probados en los países de avanzada, y existe una historia de 20 a 30 años de intentos más o menos exitosos. No es casual que la literatura hidrogeológica de las últimas dos décadas registre un inusitado número de trabajos publicados en este tema, con un crecimiento superior a otras áreas temáticas. Nuevamente, los mayores problemas se refieren a las contaminaciones con especies orgánicas.

Una buena parte de los contaminantes orgánicos solubles en agua corresponden, al menos en su comportamiento, al dominio de los agroquímicos (principalmente biocidas). La porción no utilizada de agroquímicos (ya sea fotodescompuesta en superficie o absorbido por el vegetal o rastrojo) ocupa las tres fases del horizonte edáfico: sólida, gaseosa y líquida. La fase gaseosa suele autoeliminarse por volatilización, la fase sólida adsorbe el compuesto en lugares de enlace en arcillas y materia orgánica, en tanto que el remanente en fase líquida está sometido a degradación química y microbiana. La consecuencia indeseable es que el flujo de agua transporta en solución al contaminante o a sus metabolitos, con amplias chances de incorporarse a las aguas subterráneas. Otros contaminantes orgánicos hallados en el subsuelo, no miscibles en agua y de densidad variable, son los conocidos como LNAPLs (light, non-aqueous phase liquids) y DNAPLs (dense, non-aqueous phase liquids).

Es evidente que el tipo de técnica decontaminante depende estrictamente del contaminante detectado. En general, se distingue entre tratamiento in situ o bien extracción del volumen contaminado y posterior tratamiento. Los grandes grupos de los tratamientos in situ son:

(a) inyección de vapor; (b) inyección de vapor y aire, y (c) siembra de microorganismos degradadores del compuesto. Pareciera que la opción (b) es la de mayor eficacia (Schmidt et al., 1998), entendiéndose por tal la que supone un balance adecuado de tiempo de tratamiento y costos asociados. Los métodos de extracción y tratado (“pump and treat”) son preferidos por muchos en cuanto a que se logra un mayor control de la eficiencia del tratamiento (muchas veces, un simple venteo), pero se coincide que la recuperación de los contaminantes del acuífero por debajo de los límites máximos tolerables raramente se logra (Bartow y Davenport, 1995).

La protección de los recursos hídricos no alterados, ni en calidad ni en cantidad, constituye la mejor apuesta a futuro de las sociedades dispuestas a lograr un desarrollo ambientalmente sustentable. Debe inferirse que esta tarea de vigilancia del estado del recurso es tanto más efectiva cuando la detección de eventuales contaminantes se efectúa antes de su incorporación a las aguas subterráneas. Por ello, los esfuerzos deben estar centrados en el monitoreo de la denominada zona vadosa, es decir aquella porción del perfil geológico por encima de un acuífero perenne. Por otro lado, la instalación de tales redes de monitoreo son razonablemente exigibles en los sitios donde se llevan a cabo prácticas potencialmente contaminantes (plantas de tratamiento de efluentes, sectores de almacenamiento de sustancias nocivas, sitios de deposición final de residuos, etc.). Una excelente revisión se presenta en Cullen (1995), quien destaca que las principales metas del monitoreo de la zona vadosa son: (1) establecimiento de las condiciones de base, es decir el acceso al conocimiento del estado del sistema en su condición natural; (b) identificación de los caminos de transporte de los contaminantes, que en esencia constituye el conocimiento de los materiales geológicos (tipo y disposición); (c) apreciación de la gravedad y extensión de un episodio contaminante, aspecto este que sólo tiene validez cuando se accede a un sitio ya afectado; (d) diseño apropiado de la red de monitoreo, que guarda estrecha relación con los puntos ya señalados; y (e) medición de los parámetros requeridos en un análisis de riesgo.

Se supone que las redes de monitoreo deben tener un control independiente por parte de organismos estatales o integrantes del sistema científico-tecnológico, aunque ello no obstaría para requerir que parte de los costos de instalación y mantenimiento sean afrontados por los eventuales contaminadores. Sin embargo, el cuidado del medio ambiente no integra la agenda de preocupaciones inmediatas de los empresarios argentinos (Quiroga et al., 1994). Folgarait (1993) añade que la falta de controles y de aplicación de castigos, sumadas a las escasas voces de protesta por parte de los afectados, otorgan margen para evitar disminuir la contaminación. Es pertinente citar textualmente un párrafo de un informe del Banco Mundial (1992, p. 14): ”En el curso de las últimas décadas el mundo ha aprendido a recurrir más a los mercados y a depender menos de los gobiernos en la tarea de promover el desarrollo, pero la protección ambiental es un campo en el que los gobiernos deben seguir representando un papel principal. Los mercados privados ofrecen escasos o nulos incentivos para reducir la contaminación. Ya se trate de contaminación del aire en los centros urbanos, de la descarga de desechos insalubres en los cursos públicos de agua o de la explotación excesiva de tierras cuya propiedad no está clara, los argumentos a favor de la adopción de medidas por parte del sector público son irrebatibles”.

Parece claro que, sin control estatal, el mercado no es eficaz para la correcta gestión ambiental. Y el perjuicio afecta a amplios estratos de la sociedad (costo social) en tanto que los beneficios son claramente individuales (contaminador).

En sociedades de mediano desarrollo es justo decir que los conceptos del párrafo anterior no pueden efectivizarse rápidamente a menos que medie una decisión política que ayude a los contaminador a ajustar la economía de sus empresas. No se trata de proponer subsidios de por vida, aunque sí de alicientes que en el corto plazo eviten que los empresarios vean reducida bruscamente su relación costo/beneficio (desgravaciones fiscales, exención de impuestos, etc.), aplicables en los casos en que se exhiba clara vocación al cambio hacia tecnologías limpias.

Un párrafo especial merecen las evaluaciones de impacto ambiental (EIA). Su concepción es claramente preventiva, y resulta altamente auspicioso que su obligatoriedad sea reconocida por la mayor parte de los entes de gobierno vinculados al cuidado del medio ambiente.

Aguas superficiales

Aunque la mayor parte de la legislación nacional que involucra a las aguas superficiales no hace mención expresa al PCP, en ciertos aspectos su consideración práctica se podría entender dentro de este principio.

Técnicamente, la metodología dominante en la legislación argentina referida a "la conservación y protección de los recursos hídricos" (Decreto 999/92 de la Presidencia de la Nación, Ley 5695 de la Provincia de Buenos Aires y su Decreto Reglamentario 2009/60, etc.) consiste en la fijación de valores máximos de emisión para los efluentes líquidos que se disponen en ambientes acuáticos, es decir, son designadas las concentraciones máximas permitidas para algunas variables físico–químicas y bacteriológicas medibles en el efluente, previo al ingreso del mismo al cuerpo receptor.

Por supuesto, la legislación prevé organismos de inspección y control del cumplimiento de esos valores máximos, y se estipulan sanciones para aquellos infractores. Estos organismos de control quedan habilitados para fijar las multas “según la importancia de la contravención" (Decreto 4124/72 de la Provincia de Buenos Aires) o bien para ejecutar la cesación preventiva y de facto de la emisión del contaminante (clausura del establecimiento).

El PCP está basado principalmente en el pago de un canon que habilita para la emisión al medio de un contaminante determinado, quedando el adscripto a este sistema dentro del marco normativo y legal vigente (Decreto 1894/91 de la Provincia de Río Negro). Dicho canon puede estar ejecutado por diferentes cargas fijas (costos de la habilitación industrial, cargas administrativas, derechos especiales, etc.) que, como fue indicado previamente, no sólo no detienen la contaminación sino que habilitan legalmente a continuar con ella, quedando meramente como un estímulo económico -a evaluar por el contaminador en cuanto costo-beneficio económico de proseguir con la emisión del contaminante- (King et al., 1993; Craviotto, 1995).

La fijación de valores máximos permitidos para la emisión, en forma práctica se ajusta a lo descripto en el párrafo anterior. Técnicamente, la contaminación puede y debe ser medida en el cuerpo de agua receptor (u otro recurso comprometido) y no en el medio emisor (el efluente). En forma sintética, la fijación de una concentración máxima de contaminante en el medio emisor, si no se relaciona con el caudal del emisor y del receptor, no está vinculada con la capacidad de dilución ni de autodepuración del medio receptor y, por ende, no asegura la conservación del recurso.

Se deduce que esta postura metodológica esta claramente desvinculada del concepto de contaminación, y se transforma en un requisito técnico necesario para la habilitación industrial. En ese aspecto, y en forma encubierta, aparece el PCP, dado que las medidas contempladas en la ley no satisfacen en ningún aspecto la conservación del recurso. En necesario adoptar criterios sobre qué clase de ambiente se desea tener (Cano, 1987).

Debe también incluirse en este análisis los aspectos de la deficiencia en el control de efluentes. Los organismos de control, generalmente centralizados en las ciudades capitales de la nación o las provincias, realizan controles esporádicos de los efluentes. A pesar de que la legislación habilita, aunque en forma difusa, que las autoridades locales (municipales) intervengan de oficio en estos controles, dado su cercanía y conocimiento de los problemas locales (Ley 5965 de la Provincia de Buenos Aires), las mismas no poseen infraestructura adecuada para emprender dichos controles (en recursos humanos, técnicos, económicos, etc.). Por lo tanto, las deficiencias en este aspecto posibilitan, en la práctica, que la contaminación del recurso hídrico persista en muchas áreas (Dozo Moreno, 1994). Es cierto que este último aspecto no se relaciona con el PCP, pero articulado con el siguiente tema (la fijación de multas) conforma todo un sistema que, de alguna forma, se asemeja al mismo.

La ley indica el monto de las multas que fijará el organismo de aplicación, y que serían fijadas "según la importancia de la contravención" (Decreto 4124/72 de la Provincia de Buenos Aires). También se habilita a la clausura de oficio del establecimiento emisor del contaminante, aunque en la práctica, debido a la difícil situación económica y los problemas laborales y/o sociales que puede originar esta medida, las gestiones que se realizan entre los organismos de aplicación y los empresarios emisores culminan, a lo sumo, en la implementación de una multa que, sin modificar la cuestión de fondo (Dozo Moreno, 1994). Aunque la sanción penal que representa la multa fijada difiere conceptualmente del PCP (González Arzac, 1991), de hecho se convierte en una especie de canon habilitante para continuar con la emisión. Bajo estas circunstancias, el ambiente actúa como variable de ajuste (Balderiotte, 1991).

Es claro que la legislación actual no es efectiva, y lo demuestra el estado de contaminación en que se encuentran algunos de los recursos hídricos de superficie de la Argentina. Los casos más renombrados como el sistema Matanzas-Reconquista-Riachuelo y el Río de la Plata son claros exponentes de la falta de efectividad del sistema legal y de control actual, magnificado por la alta densidad industrial del conglomerado Buenos Aires-La Plata. Situaciones que no alcanzan esos extremos se pueden encontrar en otras regiones del país, cuya falta de industrialización, por cuestiones geográficas o bien debidas a la crisis económica general, no alcanza una magnitud considerable, y ya que los recursos afectados son de menor caudal o envergadura.

Por lo tanto, sería necesario una revisión y acondicionamiento de las normas legales, tanto en los aspectos legales, institucionales, administrativos y económicos, a fin de cumplir con los objetivos de una política ambiental conservativa de los recursos y ambientes hídricos (Craviotto, 1995). Cabe agregar, por último, una conclusión con respecto al aspecto técnico de los parámetros fisico-químicos para la determinación del grado de contaminación de un recurso hídrico. Existen dificultades metodológicas obvias para contemplar la medición de todos y cada uno de las especies químicas que pueden estar presentes en un ambiente acuático que actúa como cuerpo receptor de residuos líquidos, en particular si son efluentes orgánicos que pueden producir diversos productos de degradación intermedia. A su vez, las interacciones positivas (sinergismos) y negativas (antagonismos) entre distintos contaminantes en lo que se refiere a su toxicidad, pueden enmascarar la toxicidad efectiva de un efluente y producir errores al momento de evaluar (diagnosticar o simular) el grado de contaminación del cuerpo receptor.

Un enfoque integral del problema, cuyo aval técnico-científico es importante y desde los ámbitos legislativos esta siendo aceptado, consiste en evaluar la toxicidad del efluente por medio de bioensayos toxicológicos, extrapolando luego los resultados obtenidos al cuerpo receptor, considerando la relación de caudales críticos del efluente y del receptor (Bassoi et al., 1990; Gherardi-Goldstein et al., 1990), así como el uso de bioindicadores para el diagnóstico ambiental (Cairns y Pratt, 1986; Cairns, 1981 y 1988; Klemm et al., 1990; Maher y Norris, 1990; Moss et al., 1996). Dicho enfoque debe basarse en la consideración de los factores que intervienen en la prevención de la contaminación, como ser la capacidad de dilución y de autodepuración del cuerpo receptor, y la fijación de normas de calidad para el cuerpo receptor. Es evidente que, previo a la etapa legislativa, debe existir una instancia en que se fijen políticas ambientales consensuadas entre los distintos sectores involucrados (estado, sectores industrial y científico, comunidad y entidades intermedias) (Cano, 1987).

No debe dejarse de lado los aspectos institucionales, administrativos y económicos que intervienen en la fase de fiscalización y control de la contaminación. Los municipios generalmente no poseen recursos propios para intervenir en estas tareas. Pero ya que existen instituciones estatales del ámbito técnico-científico disponibles y que requieren (y a las que se les demanda) una mayor integración con las necesidades sociales y comunitarias, deberían implementarse políticas (y su correspondientes instrumentos legales) que procuren la complementación de ambos sectores (Cano, 1987; Bárbaro, 1991), lo que enriquecería a todas las partes involucradas.

CONCLUSIONES

Si bien ciertas conclusiones específicas han sido mencionadas en los apartados anteriores, se abre aquí la instancia de sintetizar la postura justificada de los autores con respecto al tema tratado y otros tópicos de borde.

El análisis jurídico revela que el PCP no es éticamente procedente, no es equitativo, y de forma general atenta contra la conservación de un medio ambiente saludable. Su aplicación, sin embargo, es muy generalizada y a ello no son ajenas cuestiones de practicidad y/o idiosincracia.

El cambio (evolución) hacia una legislación más adecuada depende sin duda de una fuerte toma de conciencia con respecto al genuino valor de los recursos naturales y de la inherente deuda intergeneracional. De todas maneras, debe precisarse que la legislación es una herramienta que regula o delimita una decisión política ex-ante. Por ende, cabe proclamar la necesidad de definiciones políticas de fondo, que involucren como mínimo:

(1) una fuerte articulación del sistema científico-tecnológico con los tomadores de decisión a todos los niveles;

(2) una progresiva delegación de misiones y funciones a las instancias regionales, verdaderos protagonistas de la actitud de defensa y deterioro de los recursos; (3) un decidido apoyo a las disciplinas científicas que pueden efectuar aportes decisivos para el conocimiento del comportamiento de los sistemas naturales, las implicancias socio-económicas, la atadura a marcos legales claros, etc., y (4) un apoyo inicial (créditos, exenciones impositivas, etc.) a los eventuales responsables de degradaciones para incentivarlos al cambio de prácticas.

TRABAJOS CITADOS EN EL TEXTO

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